El collage (y la confianza) por Rosario Blefari

Lunes
Hubo un momento crítico en que parecía que habían descarrilado los trenes de todos los ramales. Pero tampoco era eso, tampoco. Si no hay vías, aunque haya direcciones que se trazan, direcciones caprichosas y empecinadas asociadas pero alejadas entre sí. 
Anoche, esta madrugada, me desperté cerca de las tres y me levanté. Muchas veces lo hago, es lo que vengo haciendo, dormir por períodos más cortos y hacer eso que hago: dar vueltas por mi habitación taller, y eso es lo que quiero, estar ahí y mirar y disponer colores y formas. Grabar algunos sonidos. Me levanto porque apenas me despierto veo una nueva oportunidad, se abre un espacio de tiempo.
Primero eran los retazos de papel, los descartes, con cierta timidez de encarar los materiales principales que ya tenía disponibles, papeles nuevos o viejos tesoros de papel procesado por la exposición a la luz o tratamientos como el aceite. Tenía miedo de arruinar algún papel muy especial, muy perfecto en sí mismo.  Entonces, cáscaras, sobras, arrancados, descartados de otras épocas. Empecé así, con eso pude ir entrando en calor fabricando almácigos rápidos de composición, presentando veinte de un solo tirón y fijándolos, es decir dejarlos pegados para que se detenga la mutación.  Igual que con las canciones: tormenta de semillas, cuaderno lleno de posibles canciones y después…a trabajarlas todas al mismo tiempo. Siguiendo esa idea también armé un cuaderno de composiciones pegatinas. 
Cuando hago todo al mismo tiempo y me dejo llevar ¿aparecen voces que juzgan, sugieren o critican? Si, pero soy yo y hablo con ellas, les respondo con un movimiento de mis fichas, o las dejo conversarme sin tomarlas del todo en cuenta. Compañía en todo caso, no molestan.
Un día me quedé mirando la herramienta que estaba usando, una especie de cortante que usaba mi papá en la relojería y que se usa exclusivamente para levantar la tapa de los relojes y descubrir su mecanismo. Mucho la usó. Me concentré en ella, la limpié, le forré el mango que se había deshecho con una cinta rosa de raso, la cosí. Y el color de la cinta, su rasado, el hilo del remiendo que la sostiene, el brillo del metal, eso era un objeto que quería mirar, usar, y la necesito para mucho, lo mismo que la brusela, una pinza muy fina para manipular piezas de relojería. Entonces saqué un cajoncito compartimentado que era el de las piezas de reloj y que yo tenía como muchas personas como quien dice de adorno, lo puse horizontal y empecé a clasificar en cada compartimento las cosas más chicas que manipulo ahora con la brusela.
¿Dónde está la acción en todo este mutar compositivo donde ya no se trata de papeles rectangulares sino de mirar cada cosa que está sobre la mesa, sobre la cama, sobre los estantes, la ropa que tengo puesta, el pulover sobre el almohadón sobre la silla sobre el piso cubierto por una tela –porque vestí todo el piso, apareció un plano nuevo–, y la pared de fondo y la luz que perfila, acalla partes y exalta otras? 
Me tiro en la cama y compruebo que no es necesario ningún esfuerzo, estoy adentro, lo que entrené y dispersé, me contiene. No quiero perder un segundo de flotación, miro, miro y miro y cierro los ojos también durante períodos cortos, para volver interesada a percibir cualquier vibración de color y forma.  ¿Qué es lo que está pasando? Quiero más y más.
No se trata de hacer una “obra”, me considero aficionada siempre, o mejor dicho ni pienso en eso porque esto no tiene nada que ver. En esta instancia hay como una especie de feria construida por mí. Por las noches largas y durante el día si entro a descansar o a buscar algo en la habitación, es como una kermesse para mí sola, por la que voy pasando por los distintos puestos y puede que además de mirar, haga algo un rato en cada uno, alguna modificación, o un descarte (un puesto se cierra y lo reemplaza otro). 
Uno de los puestos es La lata: el resultado del encuentro entre la tapa de una lata de 30 cm x 30 cm,  al que le puse un papel en su fondo y volqué basuritas que cayeron de unas maniobras y no quise tirar: polvo de roca volcánica, hojitas de pino –algunas de la cordillera chilena que atesoré durante años y otras de la última vez que fui a Bariloche–, y que se volvieron, en la tapa de una lata de 30 cm x 30 cm, un paisaje en constante cambio que muevo con la barredora de una ruleta de juguete de mi hija cuando era chica y a veces también uso un pincel, y en ese paisaje de colores tan suaves, terrosos, arcillosos, secos –porque los verdes están secos– veo una animación y al pasar dos fotos que le saco me doy cuenta que es una animación lo que podría crecer, de un paisaje seco que entra en torbellinos y quietudes, equilibrios y vacíos. Es el viento y nunca se fijan estas imágenes.
El asunto es que esta madrugada hubo un momento en que la feria se volvió una rotación interminable: una vuelta más, decía antes de acostarme de nuevo, y modificaba, hasta los objetos del cuarto, hasta lo que estaba en la mesa, la obsesión por la locación vestida para una puesta en escena, casi sin acciones salvo prepararla y modificarla. Todo en el aire, nada fijo, nada pegado, nada definitivo, remolinos que vuelven a reacomodar las hojas caídas, hacer y abandonar.  
Y fue ver cómo los botones duros de la flor antes de abrirse cuando empiezan a insinuar que ahí dentro algo espera desplegarse. Es el resultado del entrenamiento que comenzó en enero.

Extracto, dentro de "La confianza se entrena", por Rosario Bléfari, junio 2020

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